Historias de Graderío

Enviado por roberto el Mié, 15/05/2013 - 15:37

EstebanMichelena

 

Jamás partió de mi memoria ese domingo de marzo de 1.972. Fue una mañana fría. El Atahualpa repleto hasta la bandera, literalmente. Jugaban América de Quito y Barcelona de Guayaquil, por Copa Libertadores.  Con mi viejo y mi tío Carlos, llegamos temprano al hogar futbolero: grada 30, más o menos, de nuestra General Sur.

 

En la radio, los comentaristas hablaban de las estrellas del partido: Perico León, Chanfle Muñoz, Víctor Peláez, entre los toreros. Y del indestructible Patricio Echeverría, el Negro Marín, Migdonio Aguirre, Atahulfo Valencia, el Flaco Fernández, en las líneas y memoria cebollitas. 

 

Se jugaba a las once, recuerdo. Pero sentados en las gradas ya estábamos tipo nueve. Los barcelonistas, que viajaban toda la noche -cuando desde el puerto a Quito se hacían como diez horas- llegaban  amanecidos,  en no más de dos buses. Y se acomodaban en las gradas inferiores de la general, arrinconados hacia las mallas de la tribuna. 

 

El ingreso de los hinchas barcelonistas –que lo hacían alentando a su equipo, envueltos en colchas  y con pasamontañas aurinegros-  desataba pifias y los primeros insultos matinales. Pero Barcelona –con el memorable Cepillo Peláez a la cabeza-  saltaba a la cancha y ahí sí se caía el cielo, a purita puteada que bajaba graderío abajo, igual que los naranjazos y una que otra papa que -de las que con cuero y un ají incendiario vendían las otavaleñas- iban a dar a la barra torera. 

 

Los jugadores barcelonistas salían del camerino sur. Camino a su bancada, lo hacían despacito, pisando huevos; pálidos y cagados del frío, con la chompa del calentador cerrada al cuello,  frotándose las manos. Ante el coraje y la garra de los del América, Barcelona ostentaba un pasado glorioso: solo un año antes habían vencido a Estudiantes de la Plata, a domicilio, nada menos. 

 

Ese partido, recuerdo, era ya lo que ahora se llama de alto riesgo: una fila de militares se ubicaba en la parte superior de la general. Y sí, imponían el orden.  Es que lo vi con mis propios ojos. Al entretiempo, tío Carlos, mi viejo y yo bajamos al baño. En medio del tumulto, un porteño decidió no llegar al urinario: el pana se puso a mear en las gradas. Tío Carlos se encargó de corregirlo, gritándole que se vaya a mear al río y en medio de la carcajada general.

 

Pero  el hincha amarillo reaccionó, mentándole a la madre. El gentío era asfixiante. Igual –al llegar al acceso a los baños- mi tío y el otro se desafiaron, cara  a cara. Que mono tal, que paisano de mierda. Se armó. A pesar del tumulto –y con la gestión de los infaltables comedidos-  se abrió el espacio suficiente para que los encontrados resolvieran diferencias como varones. Lo hicieron. Tío Carlos se deshizo de su chompa y encargó el reloj a mi padre. 

 

-A ver, mejor pides disculpas, hijo de puta- le pidió, cara a cara. -Aquí nadie se mete- gritó. 

 

El hincha amarillo replicó con otra mentada de madre y arrancó con una nueva metralla de insultos, que no terminó de pronunciar: el primer derechazo del tío, lo estampó contra las jabas de cervezas, apiladas contra la pared. Mal herido en su honor y en su condición de hincha del América, tío Carlos se abalanzó contra el visitante, que recibió una andanada de puñetes. 

 

El griterío delirante y los empujones empezaron a quitarme oxígeno. Yo tendría unos ocho años.  Y estaba aterrado.  De pronto, irrumpieron los militares, que a culatazo limpio se llegaron al lugar y separaron a los contendores. Y, cosa de locos: les exigieron que terminen el pleito, dándose una mano, “como la gente y  buenos ecuatorianos”.

 

Los puñeteros no querían, por nada del mundo, cometer semejante gesto. Pero el vozarrón del militar fue claro: o se dan la mano o nos los llevamos presos. De mala gana y a regañadientes, mi tío extendió su diestra demoledora. El barcelonista, aún mareado por la zurra, demoró unos instantes en hacer lo propio. Y hasta ahí llegó la bronca: cada quien a su puesto. 

 

De regreso a las gradas –cada uno acompañado por un militar- el tío comentó el incidente entre los vecinos de puesto. El partido terminó empatado.  Décadas más tarde, siempre recuerdo este episodio: tío Carlos, un bonachón generoso que invitaba cerveza a todo el mundo, había reaccionado con furia incontenible. 

 

Yo siempre pensé que los estadios alteran a la gente. Años, muchos años más tarde, en una Navidad, le cité la anécdota al tío, que argumentó sus razones: la ciudad de uno, el estadio de uno, los parques de uno, son como la casa. Y  junto al equipo de uno, se merecen respeto. “Pero a veces, hijo, toca ayudar a que eso ocurra”.

 

Esteban Michelena