Historias de Graderío II

Enviado por alexisg el Lun, 17/06/2013 - 10:55

 

Cuando marchábamos con cualquiera

 

Cuarenta y tantos  años más tarde a los sucesos que inspiran estas líneas, tengo claro que empecé a entender la trascendencia del fútbol desde el árido y angustioso lado de la tristeza. Con papá, a verle a la Tri, íbamos al Atahualpa madrugado, con más fe  y esperanza que los devotos a  la misa.  Pero para esos años 70, nuestra Selección  nunca  nos hizo el milagrito.

 

Esteban Michelena

 

Ecuador – Chile. Ingresar a General Sur del Atahualpa quiteño era todo un operativo: madrugada, desayuno “sostenido”,  bendiciones de la vieja, salir temprano para alcanzar parqueadero, saco y chompa para la fría mañana quiteña. Para entonces, los puestos eran “fijos”. Y al llegar a la grada exacta, normalmente, ahí ya estaba mi tío, Pedro Ignacio María; un sacerdote realmente fanático. Es que asistía al estadio luego de apurar las misas, suspender “la de doce”. Y firme,  con su uniforme de combate: una negra y pesada sotana negra, anti misiles.

 

Llegar a la grada era parte de la maravilla: desde los hombros fuertes de mi viejo, podía mirarlo todo, fascinado: el Atahualpa lleno hasta la bandera, a lo lejos. Y por ahí cerca, unos personajes de barrio mexicano.  El Falso Ciego, que se driblaba la General con un desportillado jarrito de latón, donde tintineaban las monedas que levantaba en cada pasada, de fila en fila. La gente, creo, le apoyaba con unos centavitos de felicidad, a cambio de que circule rápido y deje ver las jugadas.

 

Era un juego de eliminatorias, cuando aun se jugaba por grupos. Enfrentábamos a Chile, uno de nuestros cucos de siempre. El partido arrancaba a medio día y hasta que el árbitro pite, había tiempo para experimentar  un mundo fantástico, teatral y fascinante. 

 

Había un vendedor de habas y maní salado, que pregonaba su consigna tomando aire, levemente inclinado hacia atrás. 

 

-¡Habas!- irrumpía, anunciando el producto. 

-¡Llevarás las habas! – demandaba al hincha. 

Y cargado su balde, con su prosa de Tintán, caminaba suelto de huesos: impecable su mandil blanco, la gorrita del gremio; delicioso ese maní salado, manicero maní, dame mi cucurucho de maní.

 

Otro fauno memorable era un flaco no más que,  amarrados a un palo de escoba – a manera de frutos de un árbol que se movía entre la gente-  llevaba decenas de multicolores  pequeños paracaidistas de plástico, que vendía con una demostración irrefutable de la capacidad de vuelo del muñequito. 

 

Ciertamente, a él le funcionaba el paraca: lo lanzaba franco y raudo hacia el cielo quiteño y sí: el mini comando bajaba planeando entre las cabezas de los aficionados. Pero cuando uno compraba la copia y le lanzaba con idéntico propósito… más de una vez le estampé el prodigio en el cráneo de un hincha: ¡jamás me voló mi paracaidista!

 

Estos, entre otros los personajes de esa vecindad en que devenía la entrañable localidad popular. Llegado el partido, un momento realmente tenso era el de cantar, a grito pelado, el himno nacional: todo el estadio se despojaba de su sombrero.  Y al que osaba no hacerlo, se lo volaban de un naranjazo. ¡Respeta la Patria, chuchetumadre!

 

Terminado el cántico, Ignacio María cerraba sus hermosos ojos azules. Y se sumía en un profundo silencio. Oraba, supongo,  porque, por Dios, a alguien le ganemos algún día. Pero  entonces, también los chilenos nos las tenían vistas. Ese domingo, para variar, nos ganaron 1-0  y el puto grito de sus hinchas –no más de 50 arracimados en la tribuna- llegaba a silenciar a un estadio entero. 

 

Era cuando empezaba la transformación de mi viejo y la angustia existencial de mi tío y sus plegarias: ¡Dios no le paraba la más mínima bola! Y poco a poco se apagaban sus rostros, se bajaban sus voces, se minoraba el ánimo, les costaba mantener la vista al frente. Yo, la verdad, solo les miraba. De pronto, se volvían personas silenciosas, apocadas. 

 

Para esos años, no le paraba mayor bola a los resultados: ir al estadio era ser el consentido del viejo, tenerlo en exclusiva, con sobredosis de golosinas de sal y de dulce, ataque de helados secos.  Y con eso, más el olímpico amor de mi taita, pagados todos. Pero ya de regreso a casa, la tristeza mal hería la eterna sonrisa de mi padre. Del radio de la camioneta surgían comentarios y análisis, que papá escucha en silencio.

 

En casa, apenas comía algo de sopa, se mandaba una larga siesta. Y antes de las cuatro,  llegaba mi tío, al correspondiente análisis del partido. Poco a poco llegaba la hora de los cálculos: de todos los milagros que debían acontecer para que la Selección llegara a clasificarse. 

 

Y con ellas, unas especulaciones premonitorias: ¿ganar de visitantes? Estamos eliminados, faltan dos partidos y estamos, otra vez, fuera. Mi padre y mi tío entablaban largas discusiones. Yo apenas me limitaba a contemplarlos, jugando a la guerra con mi paracaidista fracasado, en la alfombra de la sala. Pero presentía que algo muy grave había pasado. 

 

El rostro de mi viejo, rojizo del sol y la creciente y dolorosa  certeza de que esta vez tampoco llegaríamos.  De yapa, en la chulla jugada de riesgo Tricolor, la mano peluda del jodido árbitro, robándonos la poquita fe, la precaria alegría. 

 

Desde la alfombra, miraba yo los gestos de mi padre y del tío amado: tal parecería, el mundo se acababa, la vida perdía sentido. Por sus movimientos angustiosos y los rictus de sus gestos,  se podía prever que, en efecto,  algo muy, pero muy grave había acontecido: la Selección había perdido nuevamente. Y entre los dos hermanos, por enésima vez, comparecían a los funerales del esquivo sueño de  llegar a un Mundial.